El golpe que tomé en mis pelotas
I – El golpe:
Aquel japonesito era muy extraño... no... en verdad, no lo era. Era yo quien lo era y sufría bastante bullying por causa de eso. Todos tenemos prejuicios, pero cuando somos las víctimas, enseguida levantamos la bandera del contra. Yo vivía aislado, dentro de mi pedacito imaginario pueril, y cuando miraba para los lados y veía el mundo que existía, en realidad, me relacionaba poco, pero no siempre de una manera que se pueda tener orgullo.
Era el año de1983. Mini Mingau Ácido estaba en pre-escolar. Durante la clase de educación física, hicimos una hilera para dar volteretas (vuelta carnero) en la colchoneta, como nos orientaba la tía Carmen.
La criatura de zaino rasgado, parado frente a mí, me miraba con el rabo de ojo, con cara de pocos amigos, que ambos no teníamos. No estaba gustando para nada, nada, nada de las burlas de Mingau.
– ¡Abre el ojo, japonés! Vas a estrellarte a la hora de hacer la voltereta ( vuelta carnero).
– ¡Yo soy mestizo!
– Y japonés. Jajaja...
Los ojos del niño, que, me parecía más que otra cosa, un marciano, eran tan pequeñitos que parecían no existir y comenzaron a quedarse rojos y parecía que se le iban a salir. El samurái, que existía dentro del oriental, empezaba a molestarse: "¿Dónde estaba la dignidad de sus antepasados, que gritaban BANZAI y abrazaban una granada, antes de explotarse, durante la Segunda Guerra Mundial?" – bramaba su "yo interior".
Terminó el juego de las volteretas (la vuelta carnero) . Era hora de dividir los mocosos en dos equipos. El primero de la hilera se agachaba y corría, en cuatro, por debajo de las piernas abiertas de todos los otros miembros de su bando, hasta llegar al final. Cuando llegaba, también se ponía de piernas abiertas y esperaba de nuevo al primero de la hilera repetir el ciclo. El equipo, cuyos miembros concluyeran, integralmente, la trayectoria, por el túnel de piernas abiertas, sería el campeón. Y claro, caí en el grupo de "Banzai".
Y allá estaba Mini Mingau, viendo a los niños pasar, uno por uno . "¡Qué juego tan pesado!" – pensaba. Mi mollera infantil tuvo una idea para alegrar el ambiente, en la misma hora que llegó la vez al japonense. Cuando tuve la visión de la criatura, que vino de la tierra del sol naciente – donde las personas hablan una lengua toda complicada, que no se entiende casi nada o nada, y escriben unos garabatos muy graciosos – pasando por debajo, en aquella posición humillante, no tuve dudas: me agaché un poquito y me quedé con las manos preparadas, en posición de ataque. El "amarillito", cuadrúpedo por algunos segundos, pasó muy rápido, pero su pantalón se quedó en mis manos. Algunas fracciones de segundos transcurrieron hasta que se dio cuenta el “chinito" de lo ocurrido y viera la situación humillante en la cual se encontraba: estaba corriendo en cuatro patas... y en calzoncillos. La humillación era grande y la alegría era general en todo el grupo de niños de seis años de edad. Mini Mingau Ácido, ¿qué fue lo que tú hiciste?
Nakano era el nombre del pobrecito. Voy a dejar de nombrarlo, aquí, por apodos, antes que los "políticamente correctos" en guardia aparezcan para decirme que "no puede" y "cómo eres así, tú eres eso, aquello”.
Nakano vino caminando, en cámara lenta, en mi dirección. Con una fisionomía seria y calzoncillo rosa. Mingau Ácido está con su pantalón en la mano. ¿Era para estar con miedo con miedo o para morirse de la risa? ¡Oh, duda cruel! Nakano se encargó de sanar mi incertidumbre. Un golpe en el medio de mis pelotas calló mis carcajadas.
– Bien merecido, Marcelo. – Fue la violenta sentencia de la tía Carmen. – ¿Quién te mandó a ridiculizar a Nakano?
Sí tía Carmen... el presupuesto de la señora fue ecuánime... más tarde, conocería, a través de las clases de historia, la famosa Ley del Talión: “ojo por ojo, diente por diente y... pelotas por pelotas”. Nada más justo vengarnos de quien.nos molesta...
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II – La consecuencia:
– ¡Hijo, vas a necesitar operarte tus huevitos! ¡El golpe de Nakano lastimó tus pelotas!
– ¿Eso es en serio, mamá?
A pesar de sólo tener seis años, me acuerdo como si fuera hoy: yo acostado en una camilla y de rodillas, siendo llevado por cerca de media docena de hombres y mujeres, con ropas y máscaras verdes, hasta la mesa de cirugía.
“¿Sarta de cobardes?”, pensé, “¿por qué ellos necesitan esconderse detrás de máscaras?”
Pero, ¡eran tan buenos. Viendo a aquel niñito tan menudo, presto a operar su pelotica escrotal, todos esos adultos tenían el deber de sonreír, ser simpáticos y hasta hacer payasadas.
– ¿Cómo te llamas jovencito?
– Marcelo.
– ¿Sabes que vas a operar tus huevitos, jovencito?
– Sí, ya lo sé...
– ¿Y estás feliz?
– Creo que sí...
– Entonces dame un besito de piquito en la nariz.
– Creo que no...
La diversión, bruscamente, finalizó. Una muchacha del grupo de los enmascarados, vino en mi dirección con una inyección anestésica de tamaño descomunal.
– ¡No, no! ¡No quiero eso!
De repente la mirada benévola de los enmascarados perdió todo el brillo. Ya no era aquellos simpáticos. Dos de ellos me aguantaron. La muchacha continuó empinando aquella jeringa, con una aguja espantosa, y otro enmascarado levantó el dedo, en ristre, gritando:
– ¡Marcelo!
Ellos pensaron que estaban en frente de un niño medroso, común, pero no, ¡era Mini Mingau Ácido.
– Prefiero mejor aquella máscara para oler.
– ¿Máscara? ¿Prefieres la máscara?
– Sí, la prefiero.
Entonces, la muchacha bajó aquella inyección horrible y trajo para mis pequeñitas manos una máscara de anestesia. La aseguré y di dos aspiradas en esa cosa. Antes de que pudiera disfrutarla y decir “qué rico”, me desmayé general.
¡Miren qué lindo, gente! Mingau Ácido era tan pequeño y ya sabía argumentar.
Me desperté al día siguiente, tomando suero y reclamando con mi mamá de porqué estaba así.
– Aguanta, hijo. Estando así no puedes moverte.
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III – La venganza:
El tiempo pasa, seis años que pasaron volando. Mingau Ácido se transformó en un joven de doce años. Era 1989. El huevito que Nakano le golpeó tenía sus primeros vellos y el vecino del huevito ya sucumbía a los encantos de las muchachitas.
El profesor de ciencias dividió el aula en grupos de seis alumnos para la realización de un trabajo escolar. Les dije bajito a cuatro de mis colegas de grupo:
– En el mismo grupo que Nakano yo no quiero estar.
– ¿Por qué? – preguntaron los cuatro, a coro.
– Porque me golpeó una de mis pelotas, seis años atrás, y tuvieron que operarme.
– Pss... entonces te quedaste estéril. – Lamentó sarcásticamente, Ramón.
– ¿Yo? ¿Qué es eso? – Se asustó Mingau.
– Qué nunca vas a poder tener hijos y, cuando cumplas dieciocho años, tu pirulito no va a subir más. – articuló Esteban, su previsión apocalíptica.
– Eso mismo Mingau. Si yo fuera tú, trataría de aprovechar todo lo que pudiera, ahora. – manifestó, en su turno, Juan, dando su opinión.
– Estoy de acuerdo con Juan, Mingau. – concluyó Pedro. – Y si yo fuera tú, mataría a golpes a ese japonés.
Mingau Ácido era inocente y creía en todo lo que le decían. El japonés merecía tener su venganza: ojo por ojo, diente por diente e... pelotas por pelotas.
– ¡Nakano, eres un mierda, esto es por mis hijos!
O japa cayó, extendido, en el suelo del aula. Estirado y con cara de quien se había hecho caca en los pantalones y, gritó:
– ¡EN LOS HUEVOS NOOOOOOO!
Pasaron unos veinticinco años. Ya es 2014. Busqué a Nakano en el Google y descubrí que se tornó un avicultor, criador de pollitos en incubadora.
Son los caprichos de la vida...
Mingau Ácido (Marcelo Garbine)
Escritor: Marcelo Garbine Mingau Ácido
Traducción: Maria Teresita Campos Avella
Aquel japonesito era muy extraño... no... en verdad, no lo era. Era yo quien lo era y sufría bastante bullying por causa de eso. Todos tenemos prejuicios, pero cuando somos las víctimas, enseguida levantamos la bandera del contra. Yo vivía aislado, dentro de mi pedacito imaginario pueril, y cuando miraba para los lados y veía el mundo que existía, en realidad, me relacionaba poco, pero no siempre de una manera que se pueda tener orgullo.
Era el año de1983. Mini Mingau Ácido estaba en pre-escolar. Durante la clase de educación física, hicimos una hilera para dar volteretas (vuelta carnero) en la colchoneta, como nos orientaba la tía Carmen.
La criatura de zaino rasgado, parado frente a mí, me miraba con el rabo de ojo, con cara de pocos amigos, que ambos no teníamos. No estaba gustando para nada, nada, nada de las burlas de Mingau.
– ¡Abre el ojo, japonés! Vas a estrellarte a la hora de hacer la voltereta ( vuelta carnero).
– ¡Yo soy mestizo!
– Y japonés. Jajaja...
Los ojos del niño, que, me parecía más que otra cosa, un marciano, eran tan pequeñitos que parecían no existir y comenzaron a quedarse rojos y parecía que se le iban a salir. El samurái, que existía dentro del oriental, empezaba a molestarse: "¿Dónde estaba la dignidad de sus antepasados, que gritaban BANZAI y abrazaban una granada, antes de explotarse, durante la Segunda Guerra Mundial?" – bramaba su "yo interior".
Terminó el juego de las volteretas (la vuelta carnero) . Era hora de dividir los mocosos en dos equipos. El primero de la hilera se agachaba y corría, en cuatro, por debajo de las piernas abiertas de todos los otros miembros de su bando, hasta llegar al final. Cuando llegaba, también se ponía de piernas abiertas y esperaba de nuevo al primero de la hilera repetir el ciclo. El equipo, cuyos miembros concluyeran, integralmente, la trayectoria, por el túnel de piernas abiertas, sería el campeón. Y claro, caí en el grupo de "Banzai".
Y allá estaba Mini Mingau, viendo a los niños pasar, uno por uno . "¡Qué juego tan pesado!" – pensaba. Mi mollera infantil tuvo una idea para alegrar el ambiente, en la misma hora que llegó la vez al japonense. Cuando tuve la visión de la criatura, que vino de la tierra del sol naciente – donde las personas hablan una lengua toda complicada, que no se entiende casi nada o nada, y escriben unos garabatos muy graciosos – pasando por debajo, en aquella posición humillante, no tuve dudas: me agaché un poquito y me quedé con las manos preparadas, en posición de ataque. El "amarillito", cuadrúpedo por algunos segundos, pasó muy rápido, pero su pantalón se quedó en mis manos. Algunas fracciones de segundos transcurrieron hasta que se dio cuenta el “chinito" de lo ocurrido y viera la situación humillante en la cual se encontraba: estaba corriendo en cuatro patas... y en calzoncillos. La humillación era grande y la alegría era general en todo el grupo de niños de seis años de edad. Mini Mingau Ácido, ¿qué fue lo que tú hiciste?
Nakano era el nombre del pobrecito. Voy a dejar de nombrarlo, aquí, por apodos, antes que los "políticamente correctos" en guardia aparezcan para decirme que "no puede" y "cómo eres así, tú eres eso, aquello”.
Nakano vino caminando, en cámara lenta, en mi dirección. Con una fisionomía seria y calzoncillo rosa. Mingau Ácido está con su pantalón en la mano. ¿Era para estar con miedo con miedo o para morirse de la risa? ¡Oh, duda cruel! Nakano se encargó de sanar mi incertidumbre. Un golpe en el medio de mis pelotas calló mis carcajadas.
– Bien merecido, Marcelo. – Fue la violenta sentencia de la tía Carmen. – ¿Quién te mandó a ridiculizar a Nakano?
Sí tía Carmen... el presupuesto de la señora fue ecuánime... más tarde, conocería, a través de las clases de historia, la famosa Ley del Talión: “ojo por ojo, diente por diente y... pelotas por pelotas”. Nada más justo vengarnos de quien.nos molesta...
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II – La consecuencia:
– ¡Hijo, vas a necesitar operarte tus huevitos! ¡El golpe de Nakano lastimó tus pelotas!
– ¿Eso es en serio, mamá?
A pesar de sólo tener seis años, me acuerdo como si fuera hoy: yo acostado en una camilla y de rodillas, siendo llevado por cerca de media docena de hombres y mujeres, con ropas y máscaras verdes, hasta la mesa de cirugía.
“¿Sarta de cobardes?”, pensé, “¿por qué ellos necesitan esconderse detrás de máscaras?”
Pero, ¡eran tan buenos. Viendo a aquel niñito tan menudo, presto a operar su pelotica escrotal, todos esos adultos tenían el deber de sonreír, ser simpáticos y hasta hacer payasadas.
– ¿Cómo te llamas jovencito?
– Marcelo.
– ¿Sabes que vas a operar tus huevitos, jovencito?
– Sí, ya lo sé...
– ¿Y estás feliz?
– Creo que sí...
– Entonces dame un besito de piquito en la nariz.
– Creo que no...
La diversión, bruscamente, finalizó. Una muchacha del grupo de los enmascarados, vino en mi dirección con una inyección anestésica de tamaño descomunal.
– ¡No, no! ¡No quiero eso!
De repente la mirada benévola de los enmascarados perdió todo el brillo. Ya no era aquellos simpáticos. Dos de ellos me aguantaron. La muchacha continuó empinando aquella jeringa, con una aguja espantosa, y otro enmascarado levantó el dedo, en ristre, gritando:
– ¡Marcelo!
Ellos pensaron que estaban en frente de un niño medroso, común, pero no, ¡era Mini Mingau Ácido.
– Prefiero mejor aquella máscara para oler.
– ¿Máscara? ¿Prefieres la máscara?
– Sí, la prefiero.
Entonces, la muchacha bajó aquella inyección horrible y trajo para mis pequeñitas manos una máscara de anestesia. La aseguré y di dos aspiradas en esa cosa. Antes de que pudiera disfrutarla y decir “qué rico”, me desmayé general.
¡Miren qué lindo, gente! Mingau Ácido era tan pequeño y ya sabía argumentar.
Me desperté al día siguiente, tomando suero y reclamando con mi mamá de porqué estaba así.
– Aguanta, hijo. Estando así no puedes moverte.
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III – La venganza:
El tiempo pasa, seis años que pasaron volando. Mingau Ácido se transformó en un joven de doce años. Era 1989. El huevito que Nakano le golpeó tenía sus primeros vellos y el vecino del huevito ya sucumbía a los encantos de las muchachitas.
El profesor de ciencias dividió el aula en grupos de seis alumnos para la realización de un trabajo escolar. Les dije bajito a cuatro de mis colegas de grupo:
– En el mismo grupo que Nakano yo no quiero estar.
– ¿Por qué? – preguntaron los cuatro, a coro.
– Porque me golpeó una de mis pelotas, seis años atrás, y tuvieron que operarme.
– Pss... entonces te quedaste estéril. – Lamentó sarcásticamente, Ramón.
– ¿Yo? ¿Qué es eso? – Se asustó Mingau.
– Qué nunca vas a poder tener hijos y, cuando cumplas dieciocho años, tu pirulito no va a subir más. – articuló Esteban, su previsión apocalíptica.
– Eso mismo Mingau. Si yo fuera tú, trataría de aprovechar todo lo que pudiera, ahora. – manifestó, en su turno, Juan, dando su opinión.
– Estoy de acuerdo con Juan, Mingau. – concluyó Pedro. – Y si yo fuera tú, mataría a golpes a ese japonés.
Mingau Ácido era inocente y creía en todo lo que le decían. El japonés merecía tener su venganza: ojo por ojo, diente por diente e... pelotas por pelotas.
– ¡Nakano, eres un mierda, esto es por mis hijos!
O japa cayó, extendido, en el suelo del aula. Estirado y con cara de quien se había hecho caca en los pantalones y, gritó:
– ¡EN LOS HUEVOS NOOOOOOO!
Pasaron unos veinticinco años. Ya es 2014. Busqué a Nakano en el Google y descubrí que se tornó un avicultor, criador de pollitos en incubadora.
Son los caprichos de la vida...
Mingau Ácido (Marcelo Garbine)
Escritor: Marcelo Garbine Mingau Ácido
Traducción: Maria Teresita Campos Avella
Essa também é legal!
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